Francisco Fortuño Bernier (UJS-MST)
En su discurso durante la ocupación del Parque Zuccotti en Wall Street, Nueva York, el filósofo esloveno Slavoj Zizek expresó ante los presentes el temor que le daba lo que ocurriría el día después de finalizada la ocupación:
“Lo único que temo es que un día nos iremos todos a casa y, luego, pasaremos a encontrarnos una vez al año para beber cervezas y recordar nostálgicamente “que bien lo pasamos aquí”. Prométanse ustedes mismos que esto no ocurrirá. Sabemos que las personas muchas veces desean algo, pero realmente no lo quieren. No tengan miedo de verdaderamente querer lo que desean.”[1]
Sus palabras recuerdan directamente a las de un líder estudiantil puertorriqueño, que poco antes de la famosa huelga de 1981-82 escribiera en un artículo que debería de ser un clásico conocido de todo militante estudiantil. En “Universidad y lucha estudiantil: apuntes críticos”, Roberto Alejandro Rivera, entonces líder de la UJS-MST, advertía sobre el terrible destino que aquejaba recurrentemente a decenas de militantes estudiantiles que:
“participan activa y honestamente en todas las tareas posibles; piquetean, muralan, hasta llegan a militantes “estrellas” o “vanguardia” y se convierten en unos buenos atletas políticos. Pero, atletas al fin, cuando se cansan, tienen hijos, se enfrentan a nuevas responsabilidades en el plano personal, transforman su visión de las cosas, sí, porque, usted sabe “no es lo mismo estar en un vestíbulo que estar en la calle,” etc.; en fin, que la cotidianeidad los domestica. Pasan a ser independentistas de efemérides: el Grito de Lares, el Primero de Mayo, etc., o independentistas de colectas; de esos que ven un militante en una luz, “coopere con la lucha de Vieques” o “contra la represión” o “por la defensa de los recursos naturales”, etc., y un vago recuerdo los invade, el recuerdo de que ellos, en alguna ocasión también colectaron y enseguida se emocionan, se acuerdan que son independentistas (aunque ni el jefe -¡Dios libre!- ni la mujer, ni nadie lo sepa) y sacan dinero y lo echan y levantan el puño derecho, pues ya se les olvidó que es el izquierdo y le gritan al militante: “¡Pa´ lante, compañero!” y arrancan en su Volvo o en su Fiat del año a proseguir la cómoda rutina de los cooptados.”[2]
El movimiento estudiantil que desarrolló, protagonizó (e incluso sufrió) los procesos huelgarios en el año 2010-2011 se encuentra hoy, a pocos días de cumplirse tres años de comenzada la primera huelga en abril, ante una situación donde estos miedos adquieren una realidad material. De los cientos de estudiantes que participamos de aquel movimiento muy pocos quedan en la Universidad. La mayoría, han pasado y continuado con sus vidas, sin lugar a dudas hoy más conscientes que antes sobre los problemas que aquejan al país, sus causas y, sobre todo, las acciones concretas que se pueden tomar para combatir esa realidad. Sin embargo, el desperdigamiento y la atomización, junto con los vaivenes contradictorios de los movimientos sociales y la política en Puerto Rico, impiden desafortunadamente que todos los frutos de aquel movimiento francamente espectacular y masivo contribuyan a resolver la situación nacional y elevar la resistencia.
Uno de los elementos más negativos dentro de esta situación precaria es la falta de un análisis de lo que ocurrió en la UPR de 2009 al presente. El vacío de reflexión política sobre ese movimiento, que involucró a miles de estudiantes a nivel nacional en una lucha férrea contra el Gobierno, será un obstáculo en el desarrollo de futuros procesos de lucha. Esa laguna de observación crítica enfocada en superar, para continuar resistiendo y construyendo, tiene que ser eliminada. Este ensayo, comenzado poco después del anuncio de que finalmente (y eventualmente) será eliminada la Cuota de Estabilización Fiscal, que sirvió de causa directa del segundo proceso de huelga, es un intento, en sí mismo insuficiente, de comenzar el debate que logrará suplir esta carencia perniciosa.
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La imposición de la Cuota nunca fue una necesidad fiscal, sino un capricho político táctico. En el cálculo del enfrentamiento huelgario, la dirección de la Universidad y el Gobierno vieron su aplicación por la fuerza como un golpe vengativo que les permitiría decir que le “ganaron” la huelga a los estudiantes. No se puede olvidar que la Cuota surgió como issue en medio de la negociación, durante la primera huelga. Eso no quiere decir que un alza de matrícula no fuera una probabilidad real y un peligro evidente –todavía lo es– sino que ese alza específico fue ideado como píldora venenosa.
Al plantear la Cuota, la Junta de Síndicos esperaba hacer imposible un acuerdo que pusiera fin a las negociaciones sobre la eliminación de las exenciones de matrícula. De esa forma, se aseguraban darle un golpe al movimiento estudiantil – que quedaría derrotado al no poder sostener infinitamente una huelga ante la intransigencia del Gobierno– e imponer el ajuste neoliberal en la Universidad.
Uno de los planteamientos más importantes que se hizo al final de la primera huelga fue precisamente que había que resistir la tentación de la inmediatez. Si en junio el estudiantado hubiera rechazado los acuerdos reclamando inmediatamente que la Cuota nunca fuera impuesta, las consecuencias hubieran sido nefastas: se habría perdido todo lo que se había negociado hasta entonces –que era básicamente todo lo que se había reclamado al principio de la huelga y más– y se habrían sacrificado las posibilidades de mantener en pie de lucha el movimiento por la defensa de la educación pública.
Por eso, aunque la lucha contra la Cuota nació en una maniobra táctica del movimiento –evitar que la Junta de Síndicos decidiera si se podía ganar la huelga o no– siempre estuvo planteada de forma estratégica. Había que pensar en la forma en que se podría derrotar la Cuota como un objetivo de mediano plazo. El semestre de agosto a diciembre de 2010 fue un semestre donde la tarea del movimiento era construir el proceso de lucha que lograría evitar que la Cuota fuera impuesta. Ese proceso de construcción fue sumamente contradictorio, pues el movimiento estudiantil se enfrentaba a dos tendencias antagónicas, pero ambas negativas para el movimiento en su conjunto.
Aunque ambas tendencia compartían (aunque nunca lo aceptaran) en el fondo el convencimiento de que eliminar la Cuota era imposible, diferían en la actitud y análisis que llevaba a esa posición. De un lado, un sector operó desde el principio asumiendo que si bien levantar la primera huelga no fue un error decisivo, el único objetivo del accionar estudiantil era regresar lo antes posible y a como diera lugar a la huelga. Ese sector operó desde un punto de vista vanguardista y fatalista. Su posición se asumía por una falta de confianza en un elemento crucial: la capacidad del proceso de lucha para masificarse más allá de los militantes más militantes, aquellos y aquellas que luego llevaríamos orgullosamente el título de “huelguista”.
La razón estratégica principal para haber levantado la huelga en junio era darle tiempo al movimiento para hacer contacto con su base, el estudiantado, y generar el apoyo necesario para motorizar un segundo proceso. Sin embargo, este sector del vanguardismo-fatalista negó con su práctica la posibilidad de hacer esto: nunca reconoció la existencia de una barrera difícil de franquear entre el estudiantado en general y los sectores organizados del movimiento. Por eso rechazaron el referéndum contra la Cuota, una oportunidad de oro para estrechar lazos y convencer a más gente de la necesidad de la huelga; por eso fallaron en entender que la huelga no tenía que esperar porque fuese el “último recurso”, sino porque había que ganarla primero en las mentes de quienes la apoyarían para luego enfrentarla férreamente contra el gobierno, que esta vez no perdonaría nuestra rebeldía.
El segundo sector al que me refiero partió de un punto de vista distinto. Para este grupo el problema no era que la segunda huelga era más necesaria que la primera, sino que tenía que ser evitada. El momento crucial de la definición de este sector como opuesto a desarrollar un segundo proceso fue la renuncia de Arturo Ríos Escribano a la presidencia del Consejo General de Estudiantes de Río Piedras. Ese evento demostró que algo había cambiado y socavó la base de apoyo del movimiento estudiantil, al quitar de la dirección del mismo a uno de los líderes que hacía posible la acción conjunta entre los sectores más y menos radicales del movimiento.
Ese segundo sector operó a partir de la premisa de que una segunda huelga “estaba de más” y “era ir demasiado lejos”, pues no era un proceso aceptable a la oposición oficial. Entre una huelga y otra perdieron entusiasmo y empezaron a pedir a gritos tomar las cosas con calma. Como todo el movimiento, este sector sabía que para poder presionar al gobierno, un segundo proceso tendría necesariamente que ser mucho más radical. Lo que los distinguía era que no estaban dispuestos a ese radicalismo. Su accionar había pasado a ser definido no por las necesidades de la lucha estudiantil y universitaria, sino por el mismo cálculo político que mató a la mayoría del movimiento obrero a partir de octubre de 2009: la espera ilusa de la llegada de noviembre 2012 y la apuesta al triunfo mesiánico del PPD.
El momento donde se comprobó que el camino que proponían era un callejón sin salida para la lucha fue penoso. No debería de alegrar a nadie recordar como culminaron las gestiones de dos reconocidos líderes de este segundo sector durante las navidades de 2011: el retiro de la Fuerza de Choque del Recinto de Río Piedras dio paso inmediatamente después al periodo de mayor represión y violencia de todo el proceso.
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[Un paréntesis necesario: dado que la historia de las huelgas estudiantiles de 2010 aún no ha sido escrita, cuando lo sea habrá que cuidarse de la apología de los que en ese momento crucial decidieron abandonar la protesta y cultivar en vez su pedigrí en el mundo electoral. Dirán que si ellos no hubieran prestado su voz y apoyo al PPD, la Cuota nunca hubiese sido eliminada. Su racionalización es que antes que dejar que la soberbia del fanático los inmovilizara, prefirieron el anonimato del asesor que se acerca al hombre que realmente tiene el poder y le sugiere al oído, en el susurro del cómplice subordinado, que lleve acabo un acto de benevolencia.
Ante el anuncio de la eliminación de la Cuota, sienten que al fin su conciencia se alivia: “la historia nos ha absuelto, dicen, fue justo y necesario apoyar al PPD”. Así, continúan con la misma forma de pensar que nos estancó antes. Y es que aunque hubo un vanguardismo pernicioso durante el periodo, el obstáculo mayor nunca fue la imaginación desenfrenada de los radicales, sino la predisposición patológica a la sumisión de los que desde antes del primer día querían transar por cualquier cosa excepto luchar.
Que conste que este planteamiento no es un intento de quitarle mérito a quien lo merece: esta victoria se fraguó gracias al esfuerzo de miles de estudiantes y no estudiantes que comprometieron, a diversos niveles, tiempo y recursos de todo tipo a la lucha por la Universidad. Sobre todo, pensar en esos dos años turbulentos entre la elección de Luis Fortuño y el final de la segunda huelga es considerar un recorrido de sacrificios que para muchos de sus protagonistas significó un arrojo que no se habían imaginado estar dispuestos a dar, pues muchos un año o dos antes, quizá incluso hacía seis meses, eran estudiantes de escuela superior, más preocupados por fiestas de graduación que por el futuro del país. Entre esos miles siempre hubo de ideologías diversas y está claro que de entre su práctica colectiva ha salido de la UPR una generación más radical, con una experiencia de lucha que todavía no ha revelado como sorprenderá. Por lo tanto, cierro el paréntesis con un llamado a no conformarnos con los límites del posibilismo y a soñar sueños con serpientes.]
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Entre el movimiento estudiantil, la comunidad universitaria y muchas personas que vivieron y vieron el proceso de lucha que enfrentó al estudiantado con el gobierno de Luis Fortuño, el debate sobre que significó cada proceso de huelga no es raro. Demás está decir que no sobran las justificaciones grandilocuentes de la superioridad creativa y moral del primer proceso sobre el segundo, reducido a un pataleteo violento e insostenible de un puñado de grupúsculos inconformes.
Y sin embargo, cuando durante su campaña para gobernador Alejandro García Padilla usó imágenes de la lucha estudiantil para ganar apoyo, los anuncios no presentaban las flores de la ocupación de abril, sino los macanazos y gases lacrimógenos de las jornadas de diciembre. Fue recordándole al pueblo los golpes de la Fuerza de Choque que García Padilla prometió eliminar la Cuota. Ese detalle no puede dejarse pasar si se quiere entender la magnitud de lo que ha ocurrido y la importancia de lo que se hizo en el pasado.
La segunda huelga fue la excepción. Ese proceso fue el elemento raro y distintivo de nuestro movimiento estudiantil. Decir esto no le quita nada de mérito al proceso que se desarrollo de abril a junio, principalmente porque el proceso de diciembre hubiera sido imposible sin esa primera huelga. Ahora bien, si un par de semanas antes de comenzar el proceso de abril, se le preguntaba al puñado de militantes ya convencidos de que sería necesaria una huelga para defender la UPR, la sugerencia de una segunda les hubiera parecido una locura. Esa segunda huelga, patito feo de los procesos de lucha reciente, fue el elemento que estremeció el sistema político.
La medida inmediata del estremecimiento provocado por la segunda huelga es la violencia de la respuesta del Gobierno. La intolerancia de la administración Fortuño había sido presagiada por el ataque a la manifestación en el Capitolio el 30 de junio de 2010. Antes de que se levantará la huelga, el despliegue pseudo-militar de la policía para ocupar la UPR –comenzando por la ridícula noticia de que el primer día se habían posicionado francotiradores del SWAT en la Torre de la Universidad– demostraría la desesperación del Gobierno por evitar que la huelga progresara, aunque eso requiriera echar al zafacón de una vez y por todas la triste “política de no-confrontación”. Pero el estudiantado en lucha no recibió la represión como el regaño de un padre celoso, sino que le enfrentó toda su creatividad y rebeldía. Contestó y resistió, demostrando así que estaba dispuesto a defender con determinación el derecho del pueblo pobre y trabajador a la educación universitaria.
Desafortunadamente, aunque la represión tiene muchas veces como consecuencia el incremento del apoyo y legitimidad de un movimiento de lucha –al reconocerse la injusticia del ataque frente a la justicia de los reclamos– también logra con facilidad el efecto que persigue: intimidar y desarticular un movimiento. En cierta medida, ese fue el caso de la segunda huelga. Contribuyó al fin del proceso otro de los efectos de la represión: el desplazamiento de la consigna principal “No a la Cuota” por el grito desesperado de “Fuera la Policía”. Eso fue lo que llevó a la APPU y la HEEND a firmar con José Ramón de la Torre –terminando así, con su único acto de decencia, su presidencia– el acuerdo para sacar la policía sin poner sobre la mesa los asuntos medulares que mantenían la huelga en pie.
La situación en la que quedo el movimiento estudiantil al levantarse el proceso fue precaria; se sumió en la frustración y no se pudo plantear las tareas de reconstrucción necesarias. Si antes había sido difícil entender que hacía falta un contacto directo con el estudiantado, ahora el título de “huelguista” impedía ir más allá del estrecho círculo de militantes que vio el proceso terminar.
Y sin embargo, a la larga, el triunfo.[3]
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Una victoria estratégica no es un triunfo dulce que se conmemora con celebraciones carnavalescas en las calles. Una victoria estratégica es una victoria que se sufre. La eliminación de la Cuota de Estabilización Fiscal es un triunfo del movimiento estudiantil, de eso no puede quedar duda alguna. Sin embargo, el estudiantado que combatió por esta victoria la experimenta de una forma extraña: luego de años de haber sido calificado de fracasados y locos, la reivindicación llega agridulce.
Incluso, se hace un poco más agria cuando se pone en duda exactamente a quien le pertenece la victoria. Este triunfo no fue una dádiva ni un regalo. Se equivoca quien piense que se trata de un acto de generosidad de un magnánimo gobernador, reconstructor de la nación y aliado de la Universidad. La eliminación de la Cuota de Estabilización Fiscal sería un evento casi inconcebible si no hubiera sido por la lucha estudiantil. Y dentro de la lucha estudiantil, si no hubiera sido específicamente por un evento crucial: la vilipendiada huelga de diciembre de 2010.
Se hace aún más agria si se reconoce que aunque fue importante el valor acumulado de cada granito de arena puesto por la lucha, hubo personas cruciales que pusieron mucho más. En toda lucha hay grados de compromiso; la nuestra no fue excepción. Y de la misma manera que hay grados de entrega, la represión que nos afectó a todos los que participamos, que hizo sufrir a nuestros familiares y amigos al ver por televisión a los criminales de la Fuerza de Choque atacarnos, también tocó en grados distintos.
Para un sector considerable de la militancia estudiantil, terminar sus estudios fue posible. Sin embargo, el impacto de la Cuota fue decisivo para muchos otros que tuvieron que poner en espera sus estudios e ir a trabajar, con la esperanza de un día volver al salón y poder pagar su educación. Ellos y ellas tienen que regresar: son parte de los casi 10,000 estudiantes que quedaron fuera, a los que cada año que existió la Cuota se le sumaron miles más que ni siquiera consideraron solicitar porque sabían que sus familias no podrían costear la odiosa Cuota. Eso sin contar quienes nunca han considerado una educación universitaria pues se les ha martillado con todo el peso de la cultura dominante una falsa inferioridad innata.
Ahora, existe un grupo para el que comprometerse con la lucha significó un sacrificio verdadero. Hasta el día de hoy quedan compañeros expulsados por haberse parado y defendido el derecho del pueblo a estudiar. Su ausencia es intolerable. La tarea inconclusa de nuestras jornadas de lucha, la carencia principal del reclamo de reforma, el elemento ausente del discurso del gobernador “aliado”, es procurar el regreso de aquellos que sacrificaron su posibilidad de estudiar por la posibilidad de que otros pudieran hacerlo. Su vuelta a los salones es un reclamo justo que no debería permitirle a nadie descansar con consciencia tranquila, incluso ahora cuando al fin se materializa la desaparición de aquella odiosa Cuota.
[3] Me temo que esta afirmación de la “victoria” no se puede hacer sin cualificar o cuestionar: cada vez que se menciona la “victoria” o el “triunfo” en el contexto de una lucha social, estos términos se deben tomar con precaución. ¿En qué medida la identificación repetitiva del resultado de la primera huelga en el 2010 como una “victoria para la historia” contribuyó al desarrollo truncado del segundo proceso? ¿Cuán beneficioso para un proceso de lucha es hablar de “victoria” si la consecuencia práctica de lo logrado es la desmovilización o el conformismo con haber obtenido una reivindicación estrecha, sectorial e inmediata? Estas preguntas son neurálgicas y merecen mayor espacio que el disponible.